Preguntas sin respuesta
Levantarte temprano, ver la montaña por la ventana, y soñoliento buscar la ropa de correr, calzarte los tenis, mientras indagas en un desayuno ligero la explicación del porque no seguir dormido en domingo en una cabaña tibia de Malinalco. Como en otras ocasiones no hay respuesta, así que lo mejor es apresurarse antes de que el sol se torne corrosivo y complique las próximas dos o tres horas que hay que correr por la montaña, sembradíos y llanos abandonados.
En alguna de esas ocasiones mientras ya el cansancio de las piernas compite con el cerebral, saliendo de una cuesta estaba un niño sentado en una piedra, y en ese momento por lo demás banal, me hizo la pregunta que ha perturbado a buenos y malos corredores, así como a buenos y malos escritores – ¿por qué corres? – me gritó mientras pasaba a su lado, sonreí estúpidamente como sucedáneo de respuesta. No estiraré demasiado la historia, varios años después sigo sin respuesta.
A lo más que me he acercado de la enigmática solución es que, considero el ultramaratonismo un crisol de emociones y experiencias, que por las características propias de la actividad y del país, permite realizar un mínimo, pero significativo acercamiento una de las muchas realidades que no se representan en las redes sociales, ni en las reuniones con amigos, y menos en los decrépitos noticiarios. Pueblos encajados en las cordilleras montañosas, comunidades que resisten fallidamente el tecnofeudalismo, bosques ultrajados por la avaricia que se niegan a perder su belleza.
Volviendo a mis entrenamientos por los caminos desconocidos de Malinalco, durante la pandemia en medio de un páramo por el que normalmente corro, una familia se instaló en una choza fincada primero con tabiques sobrepuestos y ahora con materiales más robustos, pero siempre limitados. Durante estos años me han llamado la atención, por su capacidad de pervivir, esta volición de no morir apostándolo todo, que por lo general es muy poco.
He visto a varias perras que los acompañan en la pobreza, crecer, reproducirse, desaparecer y con ellas su progenie, a varias decenas de cachorros ausentes conforme pasan las semanas. No hace falta mucha creatividad para imaginar qué les pudo haber pasada con tan famélica madre.
También, con los meses niños desgarbados y sucios han ido apareciendo, siempre tirados en la tierra del camino jugando con aquellas mascotas que han soportado también los embates de la jodida realidad. Y desde hace menos de un año apareció un nuevo habitante (supongo que no lo dejaban salir anteriormente), que siempre responde mi entrecortado – buenos días -, no tendrá más de cinco años, y casi seguro algunos cromosomas de más o muy poco ácido fólico durante la gestación, entre otras tantas carencias en su entorno familiar. Ese niño me revuelve las tripas hasta el cólico cerebral, me hace pensar sobre su pasado, en especial su pasado ancestral y social, otro tanto sobre su futuro.
He dejado “accidentalmente” dinero abandonado cerca de la casucha, pero considerar la posibilidad de que esos insuficientes pesos sirvan para anestesiar la desesperación de quien procreo a ese infante no me satisface en lo más mínimo. Finalmente decidí llevar croquetas a los famélicos canes, vergüenza me causa siquiera acercarme y decir que vengo con croquetas para los perros, cuando se nota que desde hace varias generaciones apenas les alcanza a ellos para comer. Pero confiando en que solo Fernando Vallejo apruebe mi estúpida decisión, tiro las croquetas a unos metros de la casa, sabiendo que el aguzado olfato y la infame hambre llevará al trío de perros a engullir sin miramientos, ni agradecimientos, ni reproches, mi efímera ofrenda.
Como el adicto que encuentra en su perdición un ligero alivio a sus dolencias, así me siento yo cuando vuelvo de regreso y veo a los perros tirados en la tierra con la panza abotagada habiendo disfrutado del inesperado festín, y por un microsegundo olvido el futuro de ese niño que no se borra de la memoria.
Tampoco se me olvida aquel niño que no se explicaba mi necesidad de sufrir corriendo debajo del calor, seguramente para ellos será igual de irracional lo que ven ante sus ojos.
Carta al padre de Franz Kafka
No debe ser tarea sencilla sincerarte cual Swiftie que no alcanzó boletos para el concierto y desnudarte emocionalmente frente a tu padre (y como decimos en mi barrio “cantarle sus netas”). Particularmente siendo un escritor renombrado y sabiendo en lo profundo que tan íntimo texto vería la luz en algún momento.
Pues a través de un poco más de cien hojas muy poco kafkianas, Franz diserta con largo aliento sobre su tórpida relación padre – hijo, y cómo esta disfunción familiar lo afectó de manera negativa. Es obligado hipotetizar si esta frustración no fue la que lo impelió a desarrollar ese modo tan singular de expresar la realidad.
Tras leer una serie de argumentos que no imaginaba tuvieran espacio hace un siglo, nuevamente elucubro que, si al genial Karfka se le hubieran cumplido sus deseos y caprichos, tal vez hubiera innovado en la literatura, pero de la auto-superación personal, quien sabe.
Ante mi experiencia de una paternidad recibida compleja, y por azares de la probabilidad una paternidad ejercida negada, es interesante ver los alcances que de manera consciente o implícita puedes imprimir en la mente y personalidad de un hijo, hija o hije.
No puedo más que festejar que Franz Kafka paseara de niño por los parajes de Praga, porque si su importancia en la literatura mundial hubiera salido de la Colonia Agrícola Oriental en la Ciudad de México, es probable que nunca se hubiera generalizado la contundente mentada de madre, y que entonces el motivo de nuestras cotidianas frustraciones se expresara con un sonoro ¡chinga tú padre!, una extraña ucronía.
Poema robado

Frases robadas
Pocas actividades requieren más energía, tanta atención al más mínimo detalle, como odiarse a sí mismo.
Cristina Rivera Garza – El invencible verano de Liliana.
Bonus track



