Relato – No tocar | Poema – Remordimiento póstumo – Charles Baudelaire | Reseña – Cuentos de espantos – Manuel José Othon | Frase robada | Bonus track
No tocar
Cuando programó la cita médica no le pareció relevante preguntar dónde se encontraba el consultorio del médico, de cualquier modo, salir de su casa era una travesía, un riesgo.
Pero con diez minutos de retraso, tres pisos por delante y con cerca de 200 escalones a cuestas, venía sudando, agitado, incapaz de responder, cuando el personal de seguridad lo vio en el calvario de llegar al piso quince usando las escaleras.
—¿Necesita ayuda? — Intentó tomarle el brazo para darle algo de impulso a sus pasos arrastrados.
De manera agresiva le respondió que no, y que no lo tocara, separó rápidamente su codo de la mano de quien lo intentaba ayudar.
Sorprendido, la persona de seguridad se quedó pasmada un segundo, y se marchó con pasos evidentes mascullándole un mal día.
Tras la agitación y el cansancio de su trayecto, tomó la bolsa de toallas desinfectantes de su cartera de mano, se limpió el sudor de la cara, las manos, por si había tocado el pasamanos de manera inadvertida y el codo que, aunque cubierto por la manga de la camisa, había perdido su estado de pureza al ser manoseado por aquel uniformado.
—Doctor, el paciente acaba de llegar… sí, ya sé que tiene veinte minutos de retraso. Pero se ve muy mal, y muy agitado… Si perfecto, lo paso de inmediato, no quiso llenar el formulario, me lo rechazó junto con la pluma para llenarlo.
Al entrar al consultorio se encontró con un médico que, fingiendo una impostada amabilidad, lo invitó a pasar y sentarse para comenzar la consulta. Prefirió quedarse de pie frente al escritorio, y observando hacia el mobiliario y al médico alternativamente respondía las preguntas que mecánicamente le espetaban.
Cuando le pidió que se retirara la ropa para revisarlo físicamente, miró hacia la puerta y antes de dar un paso hacia ella preguntó:
—¿Me va a tocar, cierto?
Su interlocutor con agotada paciencia, solo le preguntó si tenía problema con ello.
—Preferiría que mejor no, sus preguntas han sido muy atinadas, creo que con esa información podría recetarme algo.
Detrás del escritorio y viendo el reloj en la pared a las espaldas del paciente, sorprendido de la negativa a ser revisado físicamente, sabía que esa extraña petición le ahorraría minutos para compensar el retraso.
Llenó un par de formas para realizarle algunas imágenes del abdomen, extraerle la sangre de rutina, y las entregó con una receta.
Los tres papeles se quedaron esperando en el aire, hasta que tomó una de las toallas desinfectantes y tras doblarla meticulosamente en forma de un pequeño triángulo y a modo de pinza, tomó los tres documentos por la esquina.
—¿Es todo doctor?
ambos se sintieron aliviados ante la respuesta positiva.
— Un último favor, doctor, ¿me podría abrir la puerta?
Con más fastidio que velocidad abrió y le permitió la salida, deseando en silencio que nunca regresara.
Los altavoces del complejo hospitalario se activaron al unísono indicando, en clave, que alguien había perdido el conocimiento en las escaleras del piso quince de consultorios. Médicos y paramédicos corrían con una camilla y una maleta llena de medicamentos, esperando lo peor. Sudorosos y agitados subían piso por piso buscándolo, con cansancio encontraron a la recepcionista de rodillas al lado del paciente.
—Escuché un ruido en las escaleras y solo lo vi tirado— dijo a modo de justificación.
De inmediato y contraviniendo sus deseos conscientes, comenzaron a explorarlo, retirar sus ropas, inmovilizándolo para subirlo a la camilla, ponerle una cánula con oxígeno por la nariz y trasladarlo al servicio de urgencias. Cada uno de los médicos que acudía realizaba lo que le competía, tocarlo sin miramientos, sin conocer su extraña aversión al contacto físico. Tuvieron que colocarle tubos para orinar, para vaciarle el estómago, lavarle el cuello para instalarle un catéter por el que le infundirían lo necesario para mantenerlo vivo, y poder llevarlo a quirófano rasurándole la cabeza para abrirle el cráneo y extraer la sangre que le comprimía el cerebro y lo empujaba a la tumba.
Lo primero que percibió era el agua tibia que escurría hacia sus oídos, con la consecuente incomodidad de sentir inundado el tímpano. Intentaba moverse, pero sus extremidades se mantenían en reposo, su cerebro ordenaba abrir los ojos, pero todo permanecía oscuro, sería la ausencia de luz o tal vez la desobediencia de sus párpados.
Su desconcierto aumentó al sentir agua escurriéndose por el tórax, la pelvis, al principio una extraña sensación le fue invadiendo el pensamiento. Manos, varias, lo tocaban, lo tallaban. Gritó con todas sus fuerzas, el tubo en la garganta le impidió a sus cuerdas vocales hacer su trabajo y solo le dejó una sensación de llagas atravesándole el cuello. Se agitaba, se acorralaba, escapando de esas manos que lo invadían, impuras lo ultrajaban, pataleaba, levantaba los puños, pero la caída o tal vez la cirugía del cerebro habían disociado sus órdenes de los hechos. Él permanecía inmóvil, mientras las enfermeras continuaban con el baño de esponja. El monitor que representaba gráficamente que ese bulto de huesos y carne seguía vivo, comenzó a agitarse; las enfermeras voltearon y vieron que sus ojos rompían esa película transparente que unía sus pestañas.
— Háblale al doctor, parece que se está despertando el paciente.
Confundido sobre si esa luz que lo cegaba estaba arriba o enfrente, movió hacia todos lados la mirada, al parecer era lo único que lo obedecía, deseaba equivocarse con la sensación que su cuerpo percibía, continuó explorando, una diminuta ventana sin luz, un monitor con números, y cuatro manos separándole una pierna mientras el jabón y el agua lo rodeaban.
Él gritaba al silencio, rogaba que se detuvieran — ¡Me van a matar! — lágrimas se confundían con el agua del baño.
Su alter ego digital mostraba varios números en rojo y las alarmas pitaban, avisando que su corazón estaba al límite, su presión subió bruscamente, pero la invasión a su cuerpo, esas manos tocándolo ya habían detonado la bomba.
Mientras los médicos acudían a valorar lo que le pasaba, todo se descontrolaba. A pocos minutos la ansiedad se apoderó de él, en su mente luchaba por escapar, salir corriendo, pero las arterias del corazón se cerraron de tal manera que impedían que la sangre llegara, y mientras los fármacos buscaban controlar esa tormenta, colapsó, un infarto masivo en el electrocardiograma, nadie se lo explicaba, su ansiedad completó el trabajo que inició esa caída por las escaleras.
— ¿Pues qué le hicieron al paciente? — preguntó el médico.
— Solo lo estábamos bañando, cuando se despertó.

Remordimiento póstumo – Charles Baudelaire
Cuando en el fondo duermas, mi Bella Tenebrosa,
de una tumba de mármol negro construida;
y tan sólo tengas por lecho o guarida
una bóveda lluviosa y una profunda fosa.
Cuando oprima la losa tu carne trémula
y tus flancos doblados con encanto tendida,
el latir y el desear a tu pecho le impidan,
y a tus pies huir su carrera azarosa.
La Tumba, confidente de mi sueño infinito,
(porque la Tumba siempre comprenderá al Poeta)
en esas largas noches en las que el sueño está prohibido,
Te dirá: “¿De qué os sirve, indiscreta cortesana,
no haber conocido lo que los Muertos lloran?”.
Y el gusano roerá tu carne,
como un Remordimiento.

Cuentos de espantos
Manuel José Othon potosino siendo poeta dramaturgo y político, tuvo un acercamiento constante con la naturaleza, lo cual se percibe en estos tres cuentos compilados por Ediciones Odradek, en los cuales se abordan historias de la cultura mexicana, que se encuentran dentro de un entorno asociado al campo mexicano del siglo antepasado. En las tres historias se percibe un México casi extinto, lo cual permite establecer el escenario ideal para describir historias que recurren a la sobrenaturalidad, en la cual no podría faltar la historia del Nahual.
Además de recabar una parte valiosa del pensamiento colectivo sobre historias de horror en México, las descripciones abundantes y coloridas le dan una sensación de horror casi nostálgico. Además de que el potosino hace gala de un vocabulario que hará recurrir en no pocas ocasiones al diccionario. Situación más que conveniente para quienes adolecemos de pobreza del lenguaje.
Esta edición hace mancuerna de una serie de sonetos de Alfonso Reyes, que con el mismo tenor dejan una sensación sacrílega al unir el horror con la poesía, y no conforme una serie de ilustraciones muy bien seleccionadas realizadas por Cezilya León.

Frase robada


Bonus track



