Relato – Testigos de…silencio | Las buenas intenciones – Amalia Bautista | La Casa de las Miniaturas – Jessie Burton | Frase robada | Bonus track
Testigos de…silencio
Tras otra semana intentando vender zapatos, las piernas le pulsaban, pero el domingo a las seis de la mañana Andrea y su marido se levantaban, vestían con la mejor ropa que tenían y se disponían a atravesar la ciudad, apenas con un nimio desayuno y una bolsa llena de panfletos religiosos. Comenzaban su peregrinar por la colonia que su líder de comunidad les había asignado. Ella obediente seguía a su marido quien la había convencido de cambiar de religión, consecuentemente se le asignó la tarea de promover el cambio en aquellos errados que desconocían a ese dios.
Ella sabía que por voluntad propia había ido en contra de su familia, por el amor al principio y después por la implacable rutina. Ahora se encontraba en esta situación que la incomodaba, ya que está obligada a forzar el cambio religioso, ir de puerta en puerta, un canon de negativas, malas caras y faltas de respeto. Pero las reglas son las reglas, y como manual, seguían siempre la misma rutina, ya sabían dónde solo ladraban perros, dónde solo gritaban desde la ventana. Tras las semanas Andrea ya no esperaba que le abrieran las puertas, incluso dudaba que esto sirviera para que también las puertas celestiales se abrieran. Su aliciente era una niña, casi adolescente, que era la única que les abría, recibía los panfletos y les regalaba una sonrisa.
Por fin tras el rosario de negativas a encontrar el camino de la redención, llegaba el turno de la niña amable de la colonia. Andrea tocó el timbre, sabía que ahí ni siquiera tenían que recitar una letanía al aire para que les abrieran. Aunque en esta ocasión tardaron un poco más, lo cual, además se precedió por un grito furioso que le ordenaba a la niña que se apurara a abrir.
La espontánea sonrisa de Andrea se transformó inicialmente en sobresalto y consternación. La niña tenía los párpados inflamados de llanto y un labio partido que modestamente cicatrizaba.
Sin levantar la mirada, la niña escuchó la rutina religiosa, extendió la mano, recibió el panfleto, agradeció en voz baja y cerró lentamente la puerta.
Ambos se quedaron unos segundos aún sorprendidos de la escena que acababan de presenciar.
– ¿Crees que la golpearon? – Preguntó tímidamente Andrea.
– Mejor no saber, ese no es nuestro problema, esta colonia es peligrosa – le espetó su marido.
Los días siguientes mientras pasaba horas de pie vendiendo o acomodando zapatos, no se quitaba de su mente la mirada triste que antes irradiaba inocencia. La imagen comenzó a despertarla en la madrugada, la imaginación de las potenciales explicaciones a lo presenciado la inquietaban aún más. Pero su marido tenía razón esa colonia era peligrosa, intentar investigar qué esta ocurriendo podría ponerlos en riesgo.
Después de un par de días encontró una solución. Pidió permiso para salir temprano de la zapatería, argumentando un problema familiar. Así mintiendo se cerraba las puertas de la gloria, pero en el fondo tampoco estaba convencida de que ese paraíso existiera.
Tras tres horas de camino, llegó a la colonia donde los domingos deambulaba religiosamente, pero ahora sola, con un solo panfleto en la mano, rogaba, rezaba porque la niña le abriera la puerta, y no el hombre que le gritó la última vez, quien Andrea suponía era el autor del golpe y el llanto de la niña.
El sudor la traicionaba, la blusa no mentía, al avanzar su mano para tocar el timbre, el temblor la hizo fallar, tuvo que esforzarse por hacerlo sonar. El silencio y los segundos eran eternos, quería salir corriendo. Extrañamente los gritos iracundos, ordenando abrir la puerta le dieron la tranquilidad de que el verdugo no la observaría extrañado un viernes en lugar de un domingo.
Se miraron extrañadas, ella de ver que la herida en lugar de mejorar había retoñado en el labio inferior; y la niña de encontrarse con su vieja conocida fuera del domingo. Andrea repitió su perorata dominguera y le entregó el único panfleto que llevaba, ambas cumplieron su papel, fingiendo un encuentro formal y cotidiano. Se alejó mientras escuchaba la puerta cerrarse.
Ese domingo la rutina estaba a punto de perder su nombre.
– ¿Estás bien? Estás sudando, y yo traigo hasta bufanda – le comentó su marido.
– Debe ser mi periodo – le respondió, sepultando su ingreso al cielo eterno.
Conforme visitaban las casas y coleccionaban rechazos, se acercaban al domicilio de la niña, instintivamente Andrea se acercó a tocar el timbre, extrañamente abrieron de inmediato, como si los esperaran. Les llamó la atención, pero más llamativo fue que antes de que como pericos repitieran su monólogo de venta divina, la niña salió y le entregó a Andrea el panfleto que le había dado el viernes.
– Dice mi papá que no traigan sus Atalayas – sin más, cerró y los dejó asombrados en la puerta.
– ¿Viste que traía otra herida en el labio? – le dijo a Andrea.
Ella solo asintió, para no volver a mentir. Sutilmente guardó el panfleto que le había entregado la niña.
Hizo aplomo de toda su paciencia para esperar hasta que llegaran a casa, su marido se cambiara de ropa y recostara a descansar mientras ella preparaba la comida, sabiendo que cuando lavara los trastes, él estaría roncando.
Así que cuando la tradición se cumplió, Andrea se acercó sigilosamente a su bolsa para sacar el panfleto. Buscó dirigidamente las palabras aisladas que aquí y allá había subrayado, pero que en conjunto eran contundentes
– ¿Necesitas ayuda? –
Andrea sabía que al regresarle el panfleto se establecía un canal de comunicación. Ansiosa, comenzó a buscar entre las páginas, intentando encontrar un mensaje. No había respuesta, tenía que ser un error, lo volvió a revisar y nada, trató de calmarse y en un pequeño epígrafe, encontró subrayado sutilmente con lápiz la palabra
– Sí –
El siguiente domingo la calma estaba agitada por varias patrullas que rondaban las calles, tres en particular enfrente de la casa de la niña.
Tímidamente Andrea y su esposo se confundían con los vecinos que se arremolinaban para ver qué pasaba.
Tras varios gritos los policías sacaban de la casa, medio vestido y bastante borracho al papá de la niña, quien imprecaba a los vecinos de modo soez. En el caos el padre de la niña reconoció a Andrea e intentó alcanzarla, pero los policías lo sometieron, en su desesperación apuntó su mirada al marido de Andrea.
– A ver si controlas a tu vieja, pinche pocos huevos ¿qué pinches te metes con mi familia? Mas te vale que no te vuelva a ver por acá, o te voy a enseñar a ser hombre.
Esa tarde, al regresar a la casa, Andrea sabía perfectamente lo que haría, antes que su esposo intentara hablarle o acercarse, tomó sus cosas, las metió en un par de mochilas y le advirtió que no intentara volver a tocarla, que se iba a casa de sus papás y le pediría el divorcio.
Sorprendidos y furiosos sus padres escuchaban cómo su esposo la violentaba física y psicológicamente.
Las buenas intenciones – Amalia Bautista

La Casa de las Miniaturas – Jessie Burton
Esta novela ambientada durante el siglo XVII en la boyante Ámsterdam es sencillamente una gran novela comercial. La designación puede parecer peyorativa, pero no es así, es solo un marco de referencia sobre lo que sí y lo que no vamos a encontrar en esta lectura.
No vamos a encontrar nada fuera de lugar, por ejemplo, innovación o exploración de los límites literarios; si ese es su interés es mejor ir a otro lado.
Pero si se busca una novela entretenida, pues en ese caso Jessie Burton obtiene una nota sobresaliente, ya que sigue todas y cada una de las reglas para hacer una buena novela, no falla en ninguna.
La historia de un matrimonio arreglado para ocultar las apariencias va a llevar a lectores maduros y los no tanto al borde de la silla. Los personajes han sido creados de manera justa, con equilibrada profundidad, participan en una serie de eventos desafortunados que no para, y dada la estructura dinámica de los capítulos, las páginas se diluyen sin querer.
Los dilemas expuestos, que bajo la cortina del siglo XVII se perciben actuales son muy bien desarrollados. Igualmente, los enigmas se amparan en la duda razonable añadiéndole esa pimienta negra que le hacía falta.
El trabajo de edición es perfecto, únicamente un pequeño detalle estructural, donde la intromisión del padre de la miniaturista desentona y rompe el ritmo ya que es innecesario, o tal vez solo no lo entendí.
Sin embargo, al final se siente un poco como esas fotos perfectas de “influencer” de Instagram.
Yo la recomendaría a quien desea una novela entretenida, bien escrita y hecha.
No la recomendaría a quienes desean explorar en la innovación literaria.

Frase robada

Bonus track





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