Mi perra vida, la vigésimo tercera semana del año 2024.

Relato – La bacteria difficile | Frase robada | Poema – Martín Zúñiga Chávez | Reseña – Cinta negra | Bonus track

¿Saben qué pasa cuando una superbacteria ataca su cuerpo? En este relato basado en hechos reales se pueden dar una terrible idea. Habrá reseña del libro Cinta Negra de Eduardo Rabasa, y como siempre un poema, una frase robada, y el bonus track.

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Por clamor popular esta semana también habrá versión en audio para todos los suscriptores, aunque los que apoyan con su donativo la recibirán el viernes.


La bacteria difficile

No era inusual que, como buen hombre llorón, al menor escurrimiento nasal y algo de malestar general Francisco temiera lo peor, una terrible infección. Así que, sin discernir entre hongo, virus, bacteria o alien, acudía a la farmacia más cercana para exigir al médico precarizado que le recetara “un buen antibiótico”, mejor aún si es uno inyectado, cómo si el dolor en las nalgas se asociara con una mayor efectividad. 

Año tras año repetía el ritual al menos dos o tres veces, situación paradójica por que se ufanaba de que “nunca se enfermaba, pero cuando le deba era en serio”. Así que, cuando la espada de Damocles encarnada en un vulgar resfriado amenazaba su persistencia en el universo, recibía su bálsamo intramuscular, aderezado por varias dosis (también intramusculares) de vitaminas, que orinaba a las pocas horas, señal tan evidente como inexacta de su utilidad.

A este ritual de agujas y dolor en el trasero se agregó, al principio de forma errática, el consumo ocasional de omeprazol (o cualquier fármaco parecido que estuviera de oferta). La milagrosa sustancia le dotaba del super poder de embestir una cena de abundantes tacos chorreantes de salsa picante, sin que su esófago se manifestara ardorosamente durante la noche. Corrompido por la sensación de invencibilidad, Francisco cometía los delitos mas agraviantes que la comida mexicana permite.

En el último conato de muerte por una neumonía grave, es decir una incipiente gripa, repitió su formula magistral, así que mientras se encontraba en Mérida, a las pocas horas de la inyección, y su inseparable omeprazol, se adjudicó un festín de comida yucateca.

Sin embargo, parece ser que el último taco de cochinita, y no los numerosos panuchos que le precedieron, algún estrago ocasionaron en su aparato digestivo, ya que sus intestinos comenzaron a andar a paso redoblado, con tambores y trompetas incluidos. El inquebrantable Francisco no toleró la debacle gastrointestinal, y si cuando le fluía la nariz actuaba velozmente, ahora que el escurrimiento era escatológico exigió al más hercúleo de los antibióticos.

Para su sorpresa rápidamente las circunstancias subieron de tono, la diarrea lejos de detenerse ahora era tan dolorosa como inagotable. Tras la tercera visita al consultorio, los antidiarreicos eran rotundamente ineficaces; comenzó la fiebre a ser consorte de un temblor corporal incontrolable.

Amenazaba con la cuarta visita al matasanos, que no le atinaba a cortarle la diarrea, cuando antes de subir al auto, la urgencia lo obligó a regresar corriendo al sanitario, tres pasos después ocurrieron lo inevitable y lo inesperado, lo inevitable se acompañó de sangre roja brillosa que deseaba relatar lo que se avecinaba.

Mientras gritaba pidiendo ayuda, un túnel de una niebla espesa le rodeaba la mirada, hasta que la gravedad lo arrojó al suelo desmayado.

A lo lejos escuchaba, “1/100, 2/100, 3/100, 4/100, 5/100, 6/100, 7/100”, la numeración continuaba y se repetía, rítmicamente con el bufido de alguien que se esforzaba en dar masaje cardiaco, haciendo rechinar la camilla; otras voces dando instrucciones contundentes lo fueron acarreando a la realidad.

Francisco estaba solo, apenas tapado con una impúdica bata y anclado a un suero intravenoso en cada brazo, electrodos en el pecho y con sangre en la entrepierna. Los calambres en el abdomen competían con la tortura del dolor de cabeza. Intentaba organizar sus pensamientos, inventarse los sucesos que lo habían transportado de su casa, a la soledad de una sala de urgencias.

La doctora Alejandra iba saliendo del cubículo donde un paciente al que le habían acomodado un balazo en el hígado no había sobrevivido a los intentos de resucitarlo para llevarlo a cirugía. Apenas estaba tratando de recapitular el protocolo de resucitación que había dirigido, un monitor que hasta hace unos segundos dibujada una línea quebrada personificando el acelerado corazón de Francisco, avisaba que una línea horizontal había aparecido, amenazando con mantenerse, a menos que ella y su equipo hicieran algo.

Apenas observó la línea isoeléctrica en el monitor y a Francisco sin señales de vida, lanzó la alerta al resto del equipo médico – paciente en paro en el cubículo H –, buscó el pulso en el cuello y en la muñeca, ausente. Un par de colegas corrieron a apoyarla, y mientras uno sostenía la cabeza y proporcionaba oxígeno a presión con una mascarilla, la doctora Alejandra y su colega comenzaron a machacarle el pecho para darle movimiento a su inerte corazón, mientras le llenaban las venas de medicamentos que ayudaran a reiniciar el bombeo de sangre al organismo.

Los primeros intentos iban mal, la línea recta seguía incesante su camino en el monitor, era momento de clavarle un tubo en la garganta y darle todo el oxígeno necesario para que el cerebro no se le fundiera.

En una de las pausas donde con fe se espera que algo cambie, el monitor rompió su monótona imagen, desordenadas líneas indicaban exiguos intentos del corazón de Francisco por volver a organizar sus latidos, varias costillas no toleraron la fuerza en el tórax con la que se deseaba que el muerto resucitara. Tras decenas de medicamentos en las venas, finalmente, su corazón aturdido recuperó, aunque débil, su automatismo.

Los siguientes días en terapia intensiva fueron una montaña rusa de emociones, donde su familia y seres queridos no entendían cómo los antibióticos y el omeprazol que tanto amainaban sus síntomas derivados de la glotonería, habían sido los facilitadores para que una bacteria colonizara su intestino, los conquistadores, devastaron todo a su paso.

La superbacteria Clostridiodes difficile, hacía honor a su apellido, el eficaz asesino se negaba a perder la batalla, las consecuencias de su infamia iban más allá del colon; el pulmón se vio severamente afectado, el riñón disfuncionó llevándolo a niveles críticos, y en más de una ocasión sus seres queridos esperaban lo peor. Su cuerpo no podía ser más invadido, ninguna de sus funciones naturales podía ser realizada sin soporte médico; medicamentos, tubos, agujas y cables lo mantenían en un limbo entre vivo y muerto.

Tras algunas semanas estancado, los suyos, dubitativos, inquirían si la causa estaba perdida, si la superbacteria había ganado y reclamaría su botín. Tras la indecisión de médicos y familiares por desistir, Francisco fue mostrando señales de mejoría, muy sutiles en un comienzo, pero tras el avance de los días, menos intervenciones fueron requeridas y sus disfunciones fueron cambiando de nombre, hasta lograr las condiciones en las que pudiera estar con los suyos, donde más trabajo vendría por delante, pero al menos por el momento parece que, el  bicho difficile cumplió parcialmente su promesa, y puso a decenas de personas: médicos, enfermeras, técnicos, nutriólogos, donadores de sangre, amigos y familiares, en una situación que hasta ahora Francisco no acaba de comprender.


Frase robada

Nadie será testigo de nuestros fracasos, a no ser que mezclemos la vanidad y la estupidez, y lo [de]mostremos.

El Guión Story – Robert McKee


Donde dice monstruo debe decir


Cinta Negra

Eduardo Rabasa

Se imaginan vivir en el mundo de la precarización, del capitalismo voraz, blanqueamiento del cinismo social, bajo la racionalización de los billetes. Pues ese el mundo en el que nos encontramos, y Eduardo Rabasa lo ejemplifica con una serie de personajes coloquiales y divertidos, que ilustran repetidamente (tal vez demasiado) los vicios normalizados de la sociedad actual.

Las historias hilarantes de nuestro protagonista, un oficinista preso de una meritocracia absurda y efímera, guiado por la más barata guía de autosuperación personal, pero cegado por unos enfermizos celos de adolescente, que por ratos hacen pensar en el guion de alguna novela mexicana.

Me parece que recurre demasiado al discurso y poco a la creatividad para mantener viva la historia, por lo que tarde o temprano fastidia. Pero la oportunidad de observar la realidad como un vigilante externo, nos hace replantearnos lo absurdo de muchas de nuestras preocupaciones, que no pocas veces pueden ser parte de una absurda novela.


Bonus track

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